Un escándalo que exhibe lo más sórdido de la crisis
La investigación de graves irregularidades cometidas con las llamadas «organizaciones sociales», sumadas a las denuncias de extorsión a los beneficiarios de ese sistema tercerizado de política asistencial pone a la vista un fenómeno de clientelismo autoritario, patrocinado a plena conciencia desde el Estado y sobre el cual sobraban las razones para la sospecha.
La primera reacción del actual gobierno fue restringir la provisión de alimentos, medida que fue denunciada por la Iglesia, ya que miles de personas se quedaban sin comer. Cuando se procedió a identificar a los cuarenta mil comedores populares informados por Alberto Fernández a partir de 2020 y anotados en el Registro Nacional de Comedores y Merenderos Comunitarios, observó que menos de 5 mil cumplían los requisitos de inscripción. En el primer tramo de la identificación, sobre unas 2.225 entidades, detectaron que 1.201 de esos centros alimentarios no existen y probablemente no existieron nunca.
El Estado distribuyó el año pasado $ 40.000 millones entre las organizaciones piqueteras que manejaban comedores. La denuncia por «incumplimiento a los deberes de funcionario público» y «fraude a la Administración Pública», presentada por el ministerio de Capital Humano involucra a los tres titulares de la cartera social en el gobierno de Unión por la Patria, Daniel Arroyo, Victoria Tolosa Paz y el ex intendente de Hurlingham, Juan Horacio Zabaleta.
El descontrol formó parte de una estrategia de politización de la asistencia social: la RENACOM dependía de la secretaria de Inclusión Social, Laura Alonso, de La Cámpora, y los más conocidos dirigentes que, sin controles ni auditorías, administraban ese presupuesto, son Emilio Pérsico, Juan Grabois, Juan Carlos Alderete, Daniel Menéndez y Eduardo Belliboni.
El uso político de la crisis social es un rasgo característico del populismo. Por una parte, las medidas arbitrarias del Estado destruyen el empleo genuino, deprimen la actividad económica y multiplican la pobreza. Por esa vía, en cuatro décadas, la pobreza creció en la Argentina desde un 16% hasta el casi 50% actual, mientras el promedio en Latinoamérica bajó de más del 40% en 1983 a un 29% en 2023.
El descontrol estratégico consistía en que el ministerio repartía alimentos en almacenes oficiales y desde ahí se trasladaban a los galpones de las distintas organizaciones. La distribución quedaba en manos de los referentes zonales.
Pero el uso militante de la pobreza no se agotaba en la distribución. Las sospechas de presiones de los dirigentes sobre los beneficiarios fueron reconocidas por Pérsico, que era funcionario de Desarrollo social, y lo exministros Zabaleta y Arroyo. Ellos arguyen que se trataba de excepciones. Las escuchas judiciales demuestran lo contrario. La realidad indica que tanto los fondos para comedores como la administración de planes de empleo, así como el falseamiento de identidad en la asignación de planes eran parte de una decisión política. Recursos utilizados sin rendición de cuentas, asignados también a residentes en el extranjero y a personas que se embarcaban en cruceros de lujo, por una parte; y por otra, extorsiones inadmisibles sobre los destinatarios genuinos, pobres y desocupados, a quienes se sancionaba con multas internas o se les privaba del servicio de comedor en caso de que no concurrieran a las movilizaciones y piquetes convocados por dirigentes sociales que ahora son investigados por la Justicia penal. De los 28 investigados,19 pertenecen al Polo Obrero, Barrios de Pie y el Frente de Organizaciones en Lucha (FOL). La emergencia social de la Argentina exige un Estado presente, y sin punteros de por medio, con políticas transparentes y eficientes en asistencia social, excelencia educativa y salud.
El escándalo de estos días debe ser investigado por la Justicia hasta las últimas consecuencias. Pero no basta: el Ejecutivo debe asumir sus responsabilidades ante la urgencia de la crisis social.