Nuestras valientes mujeres de la guerra de recursos
Bernardo Frías debe ser uno de los historiadores que mejor describió el papel que cumplió la mujer salteña en la guerra de recursos que comenzó con la invasión de Joaquín de la Pezuela en 1814. Por aquellos días en que el jefe realista había ocupado la ciudad de Salta, había comenzado a sentir la falta de recursos pues se encontraban sitiados por las huestes gauchas. La hambruna hacía sus efectos y el pánico poco a poco se iba apoderando de la tropa que además estaba como encerrada en la ciudad. Y cuando la situación llegó a los límites de la desesperación, los invasores cayeron en cuenta que el peor enemigo eran las mujeres que vivían en la ciudad. Eran ellas las patriotas, las que iban y venían, llevando y trayendo información valiosa a los sitiadores. Sino ¿cómo se explicaba que cuando una patrulla se aprestaba a salir por un determinado portillo hacia el campo en busca de alimentos, ya estaban allí los gauchos esperándolos? No había otra explicación, eran las mujeres que con cualquier pretexto sonsacaban información y datos precisos. Es que como casi todas, ellas tenían padres, hermanos, novios, hijos o amigos involucrados en la causa revolucionaria y por eso se habían transformado en espías, y hasta habían logrado organizar una eficiente red dedicada a brindar a los sitiadores toda la información de cuanto ocurría en la ciudad.
El grupo principal
«Las principales de ellas –cuenta Bernardo Frías- se habían quedado deliberadamente en la ciudad, desafiando todos los peligros y todas las penalidades que eran propias de una ciudad sitiada, a fin de practicar el espionaje en el mismo cuartel enemigo…. Y hallándose (involucradas) en la intriga desde la negra esclava hasta la matrona de más viso. Con las realistas -que no eran pocas- reñían por la patria en las calles y hasta en los templos; y labraron recuerdos imperecederos algunas de ellas por los padecimientos y extraordinarios servicios que prestaron».
En el grupo principal a partir de 1814, «estaba doña Juana Moro, las López, doña Celedonia Pacheco y Melo, doña Magdalena Güemes, Loreta Peón, doña Juana Torino, doña María Petrona Arias, joven esta –acota Bernardo Frías- muy de a caballo, que llamaban la «china» y que era quien se ocupaba de llevar y traer correspondencia secreta; doña Andrea Zenarruza y doña Toribia la «Linda», por su destacada belleza».
Estas señoras, que constituían el grupo descollante de las patriotas exaltadas junto a innumerable mujeres, lamentablemente anónimas y del pueblo, se habían constituido en eficientes pesquisas «para transmitir –según el mismo Pezuela- las ocurrencias más diminutas del ejército real». De esta forma alentaban la anarquía y la desconfianza entre los mismos oficiales españoles, y para envolverlo todo en una enorme red de intrigas. No había reunión, ni visita, ni parte alguna de donde no trataran se sacar información, incluso de altos mandos del ejército real, de familias realistas de su entera confianza y amistad. Trataban de enterarse de todos los secretos y detalles y así poder dar alarmas. Algunas incluso, llegaron al extremo de entrar en pendencias de amores con tal de seducir oficiales y hacer desertar soldados para de esta forma estar informadas.
El resultado de todo esto es que así lograron hacerse de planes y secretos del enemigo; «porque, a la manera de los jesuitas –dice Frías- estaban al cabo hasta de lo que pensaba en el lecho el general». Y así, sus informes se hacían sobre datos confirmados.
La emparedada
Pero este trabajo de espías tenía sus riesgos. Una vez, los realistas echaron sospechas de espionaje muy fundado sobre doña Juana Moro. No dieron con las pruebas pero ella y por mucho tiempo, se jactó en la posguerra, de su habilidad para lograr informar y a la vez, haber podido salvar el pellejo a través de todas las invasiones que había sufrido Salta y de nunca haber sido descubierta.
Pero cierta vez Juana Moro se las vio negras. Fue cuando en una oportunidad, con sospechas demás convincentes sobre su espionaje, los españoles enfurecidos resolvieron encerrarla de tal forma y manera que le fuese imposible salir con vida. Y como el único fin era que pereciera de hambre, la encerraron en su casa amurallándole las puertas y las falsas puertas. Pero aun así, tapiada y todo, esta mujer pudo salvar el pellejo gracias a la familia realista que vivía en la casa colindante que, condolida con su horrible suerte, hizo un boquete salvador en la pared medianera logrando así salvar su vida.
Pero nada acobardaba a doña Juana pues también vestida de gaucho joven y con cara ingenua, llevaba y traía novedades entre nuestra ciudad y las de Jujuy y Orán portando papeles escondidos en los ruedos de sus polleras.
El árbol-buzón
Uno de los ingeniosos recursos para intercambiar información entre quienes sufrían la ocupación realista en la ciudad y las fuerzas sitiadoras, fue la utilización de huecos y recovecos naturales. Uno de los que más trascendió fue el hueco de aquel árbol que había crecido en una de las márgenes del río Arias y que por muchos años fue utilizado como buzón. Como se acostumbraba, las familias solían enviar a sus criadas al río para que lavaran la ropa o también según sea, para acarrear agua de uso doméstico. Eran leales a la causa patriota y por eso hacían su trabajo postal dejando y sacando del hueco del árbol-buzón, la correspondencia que solían esconder entre los atados de ropa o entre los cántaros. Luego, esos mensaje eran recogidos a la noche por un propio de Luis Burela, y también, dejar de parte de los sitiadores, algunos requerimientos.
Contando maíces
Cuando era necesario en Salta conocer el número de tropa que tenía el enemigo en Jujuy, una mujer alta de cabello castaño, ojos azules, y vestida con ropa humilde, se presentaba en las calles de Jujuy haciendo de vendedora. Llevaba sobre su cabeza un canasto cargado de pan casero que ella misma elaboraba. Así ingresaba con toda libertad a los cuarteles realistas tratando siempre de hacerlo a la hora que tomaban lista a los soldados y por supuesto, soportando sus barrabasadas. Ella era doña Loreto Sánchez Peón, que al parecer, no era buena para retener los números en su memoria y por eso cargaba en el bolsillo de la pollera varios puñados de maíz. Y así, sentada con su pan para vender, a veces en el patio del cuartel o en la calle, iba echando a medida que escuchaba, un maíz en la bolsita de la derecha por cada soldado que respondía presente y otro en la bolsita izquierda si decían ausente. Así, enteraba la cantidad justa de soldados enemigos que había en el cuartel, operación que repetía cada vez que arribaban los refuerzos del Perú. Ya con las cuentas hechas, doña Loreto de inmediato enviaba el informe al jefe patriota de Salta.
Doña Loreto toda su vida fue la espía que siguió a los españoles cuantas veces bajaron del Alto Perú para invadir nuestras provincias desde 1814. Supo conservar su fervor patriota hasta el final de sus días. Murió a los 105 años de edad y usando en su prolongada ancianidad, los moños celestes de la patria, ceñidos siempre a su blanca cabellera. Según Frías, doña Loreto fue la última mujer que ostentó aquellos distintivos de guerra que por muchos años caracterizaron la pasión política de Salta. Murió muy pobre pese a que en 1856, la Sala de Representantes de Salta le concedió una pensión de $12. Fue esposa del comandante Pedro José Frías Castellanos -quien había perdido una pierna en la batalla de Tucumán- y madre del general don Eustoquio Frías, nacido en Cachi en 1801.
La emplumada
Finalmente contamos la experiencia de la esclava Juana Robles, quien gracias a una mentira pudo salvar su vida. Doña Juana, corriendo serios riesgos, ingresó a propósito a nuestra ciudad portando papeles que daban cuenta sobre la rendición de los españoles en Montevideo. Es que resultaba necesario que Joaquín de la Pezuela -que ocupaba nuestra ciudad- se enterara, para su desánimo, del revés sufrido en la banda oriental, pues con ello se les derrumbaba a los realistas el plan urdido para reconquistar el Río de la Plata.
Pero volvamos a la esclava Robles quien voluntariamente se había ofrecido para concretar tan arriesgada maniobra. Así fue que «descubierta» por los realistas con tan importante información, de inmediato fue detenida, juzgada y condenada a muerte por fusilamiento, sentencia que pudo evitar echando mano a una ingeniosa mentira. Aseguró estar embarazada, estado que impedía la ejecución de una mujer. Así fue que Juana salvó su vida, pero en cambio se la sometió a una pena denigrante. Se la paseó montando un burro por las calles de la ciudad, untada con miel y emplumada y con medio cuerpo desnudo. Obvio, fue blanco de insultos lanzados por las familias salteñas realistas y los soldados de Pezuela.